viernes, 19 de noviembre de 2010


PRESENTACION DEL LIBRO
de
ANA BEREZIN

Por
Mariana Wikinski


(…) Este libro se propone centralmente dilucidar los resortes de la crueldad, es cierto. Pero básicamente es un libro que nos habla de una ética frente al otro sufriente, y frente a la alteridad.
Para desplegar su mirada Ana no elige, esto es evidente, un camino fácil. Se decide nada menos que a revisar las condiciones de ejercicio de la crueldad, y además se decide a hacerlo en el menos cómodo de los lugares, que es la escena del mundo que vivimos, puertas afuera del consultorio. No ha debido ser una tarea sencilla.
Es extensísima la paleta de cuestiones que este libro se propone plantear en relación a las marcas que producen en la subjetividad las circunstancias socio-históricas, así como las consecuencias socio-históricas que devienen de determinados modos de constitución subjetiva.
La propuesta teórica de ligar la vivencia de amparo-desamparo con la crueldad, y las consideraciones que Ana hace respecto del concepto arendtiano de banalidad del mal, son ideas solidarias, y al mismo tiempo ponerlas en resonancia mutua incita a una lectura crítica y poco condescendiente de la historia, de los protagonistas, del lugar que los hombres tenemos en nuestro devenir, de la idea de libertad.
En un fragmento del libro Vida y destino, de Vasili Grossman, un grupo de hombres cautivos en un campo de concentración, discute entre sí. Ikónnnikov-Morzh, un hombre extraño, de edad indeterminada, con la extraordinaria resistencia “que sólo poseen los locos y los idiotas” (nos dice Grossman), conversando con sus compañeros de barraca acerca de los trabajos forzados para la construcción del campo de exterminio, dice de pronto: “…yo no quiero la absolución de mis pecados. No digas que son culpables los que te obligan, que tú eres un esclavo, y que no eres culpable porque no eres libre. ¡Yo soy libre! Soy yo el que está construyendo un Campo de exterminio, yo el que responde ante la gente que morirá en las cámaras de gas. Yo puedo decir ‘¡No!’ ¿qué poder puede prohibírmelo si encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte?” .
Ikonnikov, un hombre extraño, de edad indeterminada, con una particularísima resistencia al frío y a las enfermedades, nos cuenta Grossman. Justamente él, que parece no tener cuerpo, es, entre todos, quien se atreve a pensar que le podría caber “la facultad de negar su consentimiento”, como lo plantea Primo Levi, no casualmente citado por Ana. Hay circunstancias extremas en las que sólo no temiéndole a la muerte, se puede ser libre. Poder elegir no ejercer crueldad sobre otros, desde el lugar de la víctima (lo subrayo), es algo a lo que sólo puede accederse si no le tememos a la muerte, si no tenemos cuerpo. El cuerpo es también el primer lugar en el que las marcas del desamparo dejan sus huellas.
Este párrafo del libro de Grossman contiene en pocas, poquísimas palabras, la torturante encrucijada ética que el libro de Ana se propone desentrañar, encrucijada ante la cual Ana ofrece una mirada tan piadosa hacia los recursos a los que un ser humano recurre para protegerse del sufrimiento o de la muerte, como implacable hacia al ejercicio complaciente de crueldad sobre el otro.
Encrucijada profundamente dilemática y dolorosa, que una vez planteada ya no admitirá jamás respuestas sencillas.
Definir –como lo hace Ana - el ejercicio de la crueldad sobre el otro como un modo de violencia organizada para hacer padecer a otros sin conmoverse, con la complacencia de no conmoverse, es ya un punto de partida para la necesaria divisoria de aguas que angustiosamente le demandamos a este libro cuando al empezar a leerlo, nos desnuda en nuestras emociones más básicas: todos podemos ser crueles.
“Hacer padecer”, decíamos… uno lee esa frase y esperaría sintácticamente un complemento directo: hacer padecer hambre, hacer padecer frío, hacer padecer angustia, hacer padecer dolor….Pero la frase se detiene ahí: hacer padecer. “Padecer” casi deja de ser verbo y se convierte en sustantivo. Hacer padecer. (…)
El texto nos conduce a través de una incomodísima alternancia de argumentos, que no son otra cosa que el modo laborioso en el que Ana intenta cercar y ordenar la enorme complejidad del tema que se pone en juego. Al poco tiempo de leer el libro, confirmamos lo que se sospecha desde el título: ninguna pregunta que concierna a una ética admitirá respuestas simples y lineales. No habrá más remedio que adentrarse en el nudo contradictorio e inquietante de la subjetividad de los hombres, de las vicisitudes de la historia, de las múltiples lecturas que el universo de las emociones humanas abre. Ese nudo en el que la oscuridad en los ojos es elocuente.
Todos somos potencialmente crueles, decíamos. Quienes ejercen crueldad sobre el otro no son monstruos, no son perversos, no son psicópatas, no son psicóticos. Pero entonces….¿me garantizará Ana que yo no hubiera podido de ninguna manera, nunca jamás ser el torturador cuya figura me horroriza? No, no me ofrece ese consuelo.
Sólo nos ofrece una coartada: esta condición potencial del ser humano se efectiviza en determinadas condiciones micro y macro históricas, aclara.
Milgram lo ha demostrado de múltiples maneras. El límite entre la capacidad de conmoverse frente al sufrimiento, la compasión, la piedad por el otro, es singular, e incluso varía de una circunstancia a otra en el mismo individuo. Pero siempre existirá un punto en el cual es borroso. Es la inquietante zona gris de la que nos habló Primo Levi. La insoportable ambigüedad moral a la que las circunstancias extremas nos exponen.

En esta aproximación hace falta mucha claridad para establecer una divisoria de aguas, y Ana la establece nítidamente. El límite borroso del victimario no puede ser equiparado al límite borroso de la víctima. Primera encrucijada que Ana nos plantea: nos deja solos allí, durante un rato. Y luego va a buscarnos adonde nos dejó para exponer desde allí su rigurosa crítica a Hanna Arendt y el concepto de banalidad del mal. Todos somos potencialmente crueles, pero no nos confundamos: sólo algunos en determinadas condiciones ejercen sin conmoverse de ese modo poder sobre el otro. “Yo no creo en el Bien, creo en la bondad”, nos dice Ikonnikov en el libro de Grossman. No se trata del Bien, ni del Mal con mayúscula, como conceptos supremos. Se trata, y seguramente la experiencia clínica le ha permitido a Ana pensarlo, de la bondad o la maldad. Es un partido que se juega en la Tierra, ahí sí con mayúsculas, o si queremos decirlo en minúsculas, es un partido que se juega en el barro.
Mencionar esa “facultad para negar nuestro consentimiento”, o la posibilidad que quien no le teme a la muerte posee para decir que no, no la conduce a Ana a la deriva simple de una evaluación moral de las víctimas: todo lo contario. Sólo tiene sentido pensar en la posibilidad de negar nuestro consentimiento, si desde allí podemos rescatar -en el corazón mismo del padecimiento que la crueldad del otro produce en nosotros-, un margen de libertad. No hace falta aclarar que tener la facultad de negar el consentimiento , pagando con ello el precio de la propia vida, rompe de un plumazo con cualquier idea –ingenua o perversamente malintencionada- que pretenda equiparar víctimas y victimarios.(…)
No sólo todos somos potencialmente crueles. Ana se sumerge un poco más, y liga la crueldad dirigida al otro humano, a la vivencia de desamparo de quien la ejerce. Terreno riesgosísimo, porque una vez asomados a ese abismo, deberá tomarnos nuevamente de la mano y conducirnos a otro lugar: explicar no es justificar.
(…)
Ana había escrito en 1998 la versión original de este libro. Dos años antes de que Derrida en el contexto de los Estados Generales del Psicoanálisis, convocara a nuestra disciplina a producir con urgencia un discurso posible acerca de la crueldad.
Resistencia del mundo al psicoanálisis, pero también resistencia del psicoanálisis a las cosas del mundo, mientras se desentienda de nociones tales como crueldad, soberanía, o el mal, dice Derrida.

Ana cumple con creces y sin coartada con el “llamado” (al modo de Levinas) derridiando, y lo anticipa. Podemos decir que en sus manos, el psicoanálisis recorre una senda indispensable.

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